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¿Están a punto de morir de éxito los museos?

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En su estimulante opúsculo El museo como Templo (y otros disparates), la historiadora del arte Lorena Casas Pessino sitúa a finales del siglo XIX «el verdadero boom de los museos».

Al otro lado del Atlántico, una serie de «personas ilustres y adineradas» deciden democratizar el acceso a la cultura. Como observó a la sazón el marchante Joseph Duveen: «Europa tiene una gran cantidad de arte y América tiene una gran cantidad de dinero». Así surgió el Metropolitan Museum of Art de Nueva York y, a su rebufo, una pléyade de colecciones cuyo propósito era educar a las masas.

Este enfoque didáctico se contagiaría a Europa en el siglo XX y ha tenido un éxito extraordinario, pero también «un precio», señala Casas Pessino.

«Para empezar, la calidad de la visita. No es lo mismo acceder a la sala […] con 20 personas que con 100». Los museos han sucumbido también a la sobrecarga informativa. Textos, cartelas, pantallas y recursos digitales de todo tipo dirigen al visitante, abruman sus sentidos y, en cierto modo, entorpecen «la experiencia de la contemplación de lo sublime».

El didactismo ha hecho del museo «una opción más de ocio» y le ha arrebatado misterio.

La fábula de Atalanta e Hipómenes

No puedo estar más de acuerdo con Casas Pessino: toda explicación tiene algo de profanación.

«Es de todos sabido lo que en la vida cotidiana denominamos milagro —dice Ludwig Wittgenstein en su Conferencia sobre ética—. Es un acontecimiento de tal naturaleza que nunca antes se haya visto nada parecido. […] Supongan, por ejemplo, que a uno de ustedes le crece una cabeza de león y empieza a rugir. Sería ciertamente algo extraordinario y, tan pronto como nos hubiéramos repuesto de la sorpresa, yo sugeriría buscar a un médico e investigar científicamente el caso».

Pero desde el instante en que analizáramos así el fenómeno, ¿qué quedaría del milagro?

Cuenta Ovidio que Atalanta juró que solo se casaría con el hombre que pudiera batirla en una carrera. «Sería imposible decir si destacaba más por la reputación de sus pies o por el don de su belleza», enfatiza el poeta. Inflamado de amor por ella, el apuesto Hipómenes pidió ayuda a Venus, que le entregó tres manzanas doradas para que las arrojara al paso de Atalanta y la distrajera. Con esta argucia la derrotó y, acto seguido, se entregó a la pasión, olvidando dar las gracias a la diosa, que transformó a ambos en los leones que tiran del carro de Cibeles.

Si buscáramos, como sugiere Wittgenstein, un médico y este determinara las causas de la metamorfosis, la romántica fábula de Atalanta e Hipómenes quedaría reducida a una desagradable enfermedad, probablemente contagiosa.

Cuanto más prósperos, peores personas

La razón científica se legitima por su indudable utilidad, pero ¿no hemos sacrificado demasiado en su altar?

Y no me refiero únicamente al deleite que nos procuran los cuadros de Velázquez o los hexámetros de Ovidio. Casas Pessino recuerda la desconfianza que inspiraban los avances a Jean-Jacques Rousseau. En su Discurso sobre las ciencias y las artes «el ginebrino se plantea por primera vez […] si existe relación entre progreso científico y progreso moral», y dictamina que la satisfacción de las necesidades materiales se obtiene a costa de las espirituales. Cuanto más prósperos somos, peores personas nos volvemos.

La historia reciente parece avalar su conclusión.

El siglo XX fue testigo simultáneo de una fecundidad innovadora sin precedentes (la física cuántica, el avión, la radio y la televisión, la informática), pero también de los crímenes más abyectos (dos guerras mundiales, el Holocausto, Hiroshima). El filósofo Mark Horkheimer no creía que fuera casual. La curiosidad gratuita que define al auténtico conocimiento no interesa en la era industrial; lo crucial es el conocimiento de los medios, de la técnica; el por qué se ha visto arrumbado por el para qué. Y Georg Lukács sostenía que el capitalismo nos había reducido a la condición de engranajes en una transacción comercial y que esta cosificación había servido de antesala a las mayores atrocidades.

¿Ha degradado a la humanidad la explosión de riqueza de los últimos 200 años?

Menudo pájaro el tal Rousseau

Lo primero que hay que decir es que, si el referente ético es Jean-Jacques Rousseau, hemos mejorado espectacularmente.

«[Rousseau] creía tener un amor especial por la humanidad —dice Paul Johnson en Intelectuales—. […] Una cantidad asombrosa de gente, en su día y desde entonces, lo ha aceptado según su propia estimación». Era, sin embargo, un personaje deleznable. «Se peleó con Diderot, a quien le debía más que a nadie. […] Tuvo una ruptura particularmente salvaje y dolorosa con Madame d’Épinay, su benefactora más cálida. Se peleó con Voltaire (esto no era tan difícil)».

De Thérèse Levasseur, la lavandera de 23 años a la que hizo su amante en 1745 y que permanecería a su lado tres décadas, Rousseau confiesa: «Nunca sentí el menor rastro de amor por ella». La usaba simplemente para satisfacer «sus necesidades sensuales».

Nadie esperaría de semejante pájaro que llegara a ser un padre bueno y cariñoso, pero aun así se las arregla para escandalizarnos. Del primer hijo que tuvo con Thérèse no conocemos el sexo. Lo envolvió en una cobija y lo abandonó en el hospicio con una breve nota. «De las otras criaturas que tuvo con Thérèse —sigue Johnson— se deshizo exactamente de la misma manera, solo que no se tomó la molestia de incluir una nota».

No conocemos el nombre de ninguno. «Rousseau ni siquiera anotó las fechas de nacimiento y jamás mostró interés alguno por conocer su destino», que muy probablemente fue la muerte antes de cumplir el año.

Un mundo menos violento

Y si somos menos depravados que en tiempos de Rousseau, ¿cómo se explican los horrores del siglo XX?

«Al crecer y desarrollarse—argumentaba en estas mismas páginas el historiador de la economía Gabriel Tortella—, las estructuras políticas, sociales y jurídicas quedan obsoletas y hay que sustituirlas». La nobleza feudal fue desplazada por la burguesía comercial y esta debió a su vez ceder ante la pujanza de los primeros industriales. El acomodo de los poderes emergentes (la burguesía, el proletariado) ha sido históricamente atropellado y brutal, pero en las democracias liberales hemos aprendido a crear instituciones que canalizan el conflicto.

El resultado ha sido un mundo significativamente más pacífico, en el que, como escribía en 2012 el politólogo Christopher J. Fettweis, «el riesgo para el ciudadano medio de morir de muerte violenta nunca había sido menor».

Naturalmente, esta tendencia no es una ley física y puede torcerse en cualquier momento, como ha sucedido en Ucrania y Oriente Próximo. Pero las mayores amenazas a la paz no proceden del capitalismo. Ni la Rusia de Putin ni la Palestina de Hamás son regímenes liberales y, probablemente por ello, no se han beneficiado de lo que el historiador Jerry Z. Muller denomina los «menospreciados efectos morales del mercado».

En la competencia como en el amor

Porque, al contrario de lo que Horkheimer y Lukács postulaban, el comercio no nos deshumaniza ni disuelve nuestra fibra ética. Al contrario. Nos obliga a tener siempre en mente al prójimo.

«Como […] únicamente podemos ganar dinero satisfaciendo los deseos de los demás —argumenta Muller—, nos vemos forzados a informarnos de lo que piensan y desean. El vínculo entre el interés propio y la preocupación ajena se refleja en la amable presentación del dependiente: “¿En qué puedo ayudarle?”, una frase despreciada por todos, salvo quienes viven en regímenes cuyos dependientes carecen de incentivos económicos e ignoran habitualmente a los clientes».

¿Y no es esta solicitud hipócrita y carente de «caridad y altruismo»?

Quizás, pero, sincera o no, la competencia en una economía libre incentiva una lucha por el afecto, la atención o el dinero de los demás que, según George Simmel, logra algo de lo que solo el amor es capaz: «la adivinación de los deseos más íntimos del otro, incluso antes de que él mismo sea consciente de ellos».

Quién imaginaba no hace tanto que pudiéramos querer un ordenador personal o un iPad…

Ver el mundo como un milagro

«La idea del museo como templo es tan antigua como los museos mismos», dice Casas Pessino.

De hecho, continúa, «es fácil que a todos nos venga a la memoria […] un templo clásico» cuando vemos los recintos del Museo Británico, la National Gallery de Londres o el propio Prado. Todos ellos están arquitectónicamente concebidos para «generar una experiencia sagrada», pero el éxito comercial la ha echado a perder y ha degradado el santuario a bazar.

¿No nos queda más remedio que resignarnos, como a tantas otras incomodidades de la modernidad?

En absoluto. La democratización de la cultura es un avance irrenunciable y, en cualquier caso, no es incompatible con «la contemplación de lo sublime». Todo sigue siendo una cuestión de mirada. Como dice Wittgenstein, el modo científico de ver las cosas acaba con el milagro, pero no estamos obligados a ver siempre así. «La experiencia de asombro ante la existencia del mundo […] es la experiencia de ver el mundo como un milagro».

Con el arte no tiene por qué ser diferente, aunque en ocasiones cueste aislarse en medio de tanta cartela y de tanto adolescente anhelante de hacerse un selfi con la Gioconda al fondo.


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